El pasado 16 de Julio llegamos a Lviv una encantadora ciudad localizada al oeste de Ucrania para participar en el proyecto “Explorando los Cárpatos”, junto a nuestros 4 participantes de Ticket2Europe llegaban al mismo tiempo 31 personas más, procedentes de 6 diferentes nacionalidades (Holanda, Rusia, Noruega, Estonia, Ucrania, y Georgia). El objetivo de este intercambio juvenil estaba claro, se trataba de generar una mayor cohesión entre los países participantes a través del desarrollo de capacidades de entendimiento cultural, para llegar a cumplir con este cometido nos valimos de una sola herramienta, el senderismo y de un solo medio, la naturaleza.  

 

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Personalmente recuerdo lo difícil que fue la selección de las personas participantes, había candidaturas excelentes que demuestran la inmensa preparación, las enormes ganas de aprender y la infinita pasión por descubrir nuevas experiencias de las personas jóvenes. Creedme si os digo que tanto a Ana como a mí, esta selección nos dio un gran dolor de cabeza (en el buen sentido y con gran gusto por nuestra parte, por supuesto). Cristina, Gustavo, Samuel y Javier fueron las personas que nos acompañaron finalmente a los Cárpatos ucranianos y ya os puedo avanzar que ha sido mucho más que un placer.

Otro de los pasos complicados fue preparar el equipaje para este proyecto, había que elegir meticulosamente que llevar y qué dejar en casa. La filosofía de simplificar, priorizar y llevar solo lo imprescindible fue la que reinó durante todo el proyecto y no sólo reinaba en nuestras mochilas, sino que también lo hacía en nuestras cabezas.

  

 

En los Cárpatos reina el espíritu de desconexión, allí no existen las facilidades a las que estamos habituados en el día a día, pero a cambio, la montaña te brinda un gran sentimiento de paz y tranquilidad a la vez que hace que más de uno se olvide de sus problemas. Resulta curioso que cuando estás en la montaña todos los estímulos que recibes en el día a día se reducen, tu única preocupación es la de llegar al campamento, montar la tienda, hacer un fuego y tener un buen descanso para poder continuar al día siguiente. Un ejercicio más que recomendable a realizar, es el de acordarse de vez en cuando, que pocas veces en la vida tenemos este tipo de oportunidades, que son únicas, que hay que disfrutar cada minuto sacando siempre y compartiendo con los demás lo mejor que llevamos dentro.

 

 

Los días en las montañas comenzaban con los primeros rayos de sol, esos rayos que se cuelan en tu tienda, los mismos que te reconfortan en las mañanas frías cuando tu cuerpo no quiere despegarse del saco de dormir. Nos levantábamos todas las personas a la vez, salvo las encargadas de buscar agua, encender el fuego o preparar el desayuno, esas personas se despertaban antes, mucho antes, sacrificándose por los demás, se notaba que se preocupaban por ti y por supuesto te sentías en deuda. No había mejor forma de saldar esa deuda que ofreciéndote voluntario al día siguiente y responsabilizarte de una de estas tareas, pasando de ser el agradecido a ser el sujeto que recibe el agradecimiento.  

 

 

Empezábamos a recoger el campamento justo después del desayuno y nos poníamos a caminar sin perder ni un segundo. Ahí arriba todas las personas éramos iguales, teníamos que caminar la misma distancia y superar los mismo obstáculos, éramos un verdadero equipo. La solidaridad salía de nosotros con total naturalidad, si veías a alguien cansado  le preguntabas si quería que le llevases algo de peso de su mochila o sencillamente le ofrecías un trago de agua de tu cantimplora. 

 

 

Durante las largas caminatas teníamos tiempo para conocer a las diferentes personas que conformaban el proyecto, a veces comenzabas la marcha con alguien y te encontrabas a más gente durante el camino que se integraban en la conversación, enriqueciéndola y transformándola. También había tiempo para dedicárselo a uno mismo, el cansancio acumulado mezclado con la consciencia de estar rodeado de naturaleza salvaje, te facilita realizar un ejercicio de reflexión, pudiendo conectar con partes de ti mismo que para tu asombro ni siquiera conocías.

 

 

Las paradas eran momentos de descanso, pero también eran momentos en el que estábamos juntos, todos juntos y nos lo pasábamos bien, muy bien, por eso eran celebradas por todo el mundo. Si teníamos suerte quizás cerca del lugar de descanso había una Babushka (ancianas locales que viven en las montañas de forma tradicional) y podíamos negociar con ella el precio de su leche o su queso. Los más afortunados podían ordeñar una de sus vacas, la leche era tan natural y fresca, que algún que otro estómago sufrió las consecuencias de no estar acostumbrado. Nos despedíamos de las Babushkas siempre con una amplia sonrisa, creo que no me equivoco diciendo que en el interior de esas sonrisas también se camuflaba un eterno respeto por su labor y por su forma de vida. Continuábamos, sabíamos que el tiempo es oro en las montañas y que teníamos que llegar al campamento antes de que cayera la noche.

 

 

Los días acababan con todo el grupo alrededor del fuego. Después de la cena había algunos que aún conservaban las fuerzas justas para bailar al son de la música y celebrar el ocaso, los demás poco a poco iban cerrando los ojos y se metían en su tienda hasta el nuevo día.

 

 

No me cabe duda que el ser humano está hecho de historias, algunas de ellas son tan buenas que a menudo deseamos que nunca terminen, de Ucrania nos volvemos a casa con una nueva, una de esas que te eriza la piel cada vez que la recuerdas.

 

A las personas que caminaron el camino.

 

 

Ignacio Márquez.

 

 

 

Stay Shokkin

Categorías: Experiencias

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